La urgente tarea de educar en empatía: no hay “yo” sin “nosotras”, sin “nosotros”
M. Mercedes Del Valle Medina*
Este artículo explora la paradoja de nuestra sociedad: conectada digitalmente pero humanamente desconectada. Reflexiona sobre el hiperindividualismo que ha normalizado la deshumanización —competir en lugar de colaborar, consumir en lugar de vincularnos—. Sin embargo, ningún logro existe en el vacío. La empatía puede romper la ilusión de la desconexión y recordarnos que nadie se hace a sí mismo.
Nunca en la historia hubo tanta tecnología para conectarnos y comunicarnos y, sin embargo, nuestros vínculos humanos parecen cada vez más frágiles y precarios. La empatía —esa capacidad de vernos a nosotros mismos en el otro y conectar con sus experiencias y emociones— se erosiona en un sistema que premia el hiperindividualismo y el éxito personal.
Múltiples estudios muestran cómo la juventud ha cambiado en las últimas décadas, en particular la forma como se autoperciben y se relacionan las y los jóvenes con las demás personas[1]. Por un lado, rasgos como la autoestima, el individualismo y el narcisismo han ido en aumento: la gente tiende a valorarse más a sí misma, a destacar su independencia y a enfocarse en sus propias necesidades. Sin embargo, se observa que las nuevas generaciones son menos empáticas, tienen menos interés en participar en actividades comunitarias o en ayudar a otros, y sus razonamientos morales están más centrados en su propia persona.
Vivimos en una cultura que premia la desconexión emocional. En empresas donde la “productividad” justifica los despidos masivos, en políticas que ven a las personas migrantes como amenazas, en discursos que convierten la desigualdad en “mérito”. Hemos normalizado la deshumanización.
Y qué decir de escuelas, donde las calificaciones y certificaciones son siempre vistas como logros individuales; donde se premia a quienes obtienen mejores calificaciones o resultados, a quien “se aplica”, reforzando la creencia de que lo importante es “lograrlo solos o solas” y no “lograrlo todos y todas”.
El desprecio hacia la otredad, hacia las y los diferentes —por etnia, religión, capacidades intelectuales, rasgos físicos, género, o cualquier otra característica humana— no surge de la nada: es fruto de una sociedad que deshumaniza todo lo que no rinde, no produce o no se ajusta al modelo de éxito aceptado.
Pero, ¿cómo esperamos que niños, niñas y adolescentes valoren lo colectivo si el mundo les dice que la meta en la vida es competir, ganar y acumular bienes? ¿Cómo conmoverse ante el sufrimiento ajeno cuando las pantallas reducen a “los otros”, a “las otras”, a seguidores, influencers y avatares que venerar, atacar o “cancelar”? Cómo construir una sociedad más amable con las personas y con el planeta si constantemente se nos dice que debemos ganar de forma individual, por mérito propio, que nada es gratuito y que valores como la compasión, la calma y la fraternidad son una debilidad.
Ineludiblemente, somos seres interdependientes. Ningún logro personal existe en el vacío. Desde el alimento que llega a nuestra mesa (fruto del trabajo de campesinos, transportistas, tenderos) hasta el aire que respiramos (filtrado por bosques que otros protegen), cada aspecto de nuestra vida es un tejido de conexiones. Nadie se hace a sí misma, a sí mismo. Incluso los actuales imperios digitales dependen de infraestructuras colectivas: cables submarinos, electricidad, protocolos y legislación que permiten y regulan interacciones. Hasta el algoritmo más sofisticado descansa sobre siglos de conocimiento acumulado. La riqueza no es un logro individual: es una deuda con la sociedad.
Según la encuesta Ensanut de 2022[2], 45.8% de los y las adolescentes reportó al menos un síntoma depresivo (vs. 31.1% en 2018), con un 7.8% que “raramente o nunca” disfruta la vida. Esta falta de regocijo y alegría por vivir, además de ser en sí misma una tragedia, erosiona la capacidad de conectar con las emociones ajenas, alimentando el círculo vicioso de desamor e infelicidad entre las personas más jóvenes.
Si no cuestionamos —y transformamos— este orden depredador, seguiremos poniendo “curitas” en la herida mientras el tejido social se desgarra. Porque ninguna terapia individual (y ningún logro individual) puede sanar el dolor colectivo que produce un sistema que nos entrena para vernos como rivales y enemigos en lugar de aliados y aliadas; que convierte las necesidades humanas en productos de consumo y las relaciones en transacciones.
Las personas más jóvenes pueden ver claramente a este “emperador desnudo” que pretende convencerles de que la vida se trata de llegar primero, y que la riqueza consiste en tener más y no en compartir más; y requieren hacer un esfuerzo constante para ajustar la disonancia entre su natural compasión y empatía con aprender a abrirse paso en esta sociedad desquiciada.
La empatía es la capacidad humana que nos permite recordar —re = volver, de nuevo; cordis = corazón: volver a pasar por el corazón— que no hay “yo” sin “nosotros”, sin “nosotras”, y que el bienestar individual sólo es posible en un mundo donde el bien común no sea una utopía, sino una práctica cotidiana. La empatía no es un lujo: es una necesidad de supervivencia, individual, social y planetaria.
Si bien se sabe que nacemos con herramientas biológicas para la empatía, como neuronas espejo y respuestas emocionales automáticas[3], su expresión plena requiere práctica, modelos sociales y retroalimentación afectiva. La empatía necesita ser cuidada, nutrida, validada como un alto valor humano, para que se sostenga y manifieste como práctica cotidiana.
Las escuelas, sin ser el origen de esta crisis, pueden contribuir profundamente a perpetuar o a revertir esta idea distorsionada de quiénes somos y quiénes podemos ser como personas y sociedades. La educación puede ser un importante contrapeso, una semilla de cambio.
Poco a poco se va haciendo evidente, vamos “re-cordando” que no nos mueve por la vida el “gen individualista", que es natural nuestro deseo de conectar con otros y otras, y de sentir profundamente que no estamos en soledad, ni en aislamiento. Necesitamos desaprender estas premisas falsas y regresar a las aulas el valor vital de la empatía y la vinculación.
La empatía se puede y debe cultivar desde la escuela, y desde todos los espacios de interacción social: la familia, el trabajo, el emprendimiento, la política, mediante prácticas que promuevan la conexión humana y que pongan énfasis en los aprendizajes relacionales y en colectivo.
Un ejemplo son aquellas que acercan a la comunidad al ámbito escolar, como tequios (trabajos colectivos) para mejorar los espacios o actividades como el Día de las abuelas y abuelos, que valoran las experiencias y saberes cotidianos de otras generaciones.
Otras, como las mentorías entre pares pueden trascender lo académico y convertirse en redes de apoyo emocional, donde las y los estudiantes aprenden a escuchar y a acompañar a sus pares. Juegos colaborativos y asambleas son espacios de diálogo horizontal que enseñan a resolver conflictos con respeto y a valorar perspectivas diversas, mientras que el mindfulness ayuda a cultivar la atención desde la calma y la escucha activa.
El aprendizaje basado en proyectos —sello de los programas de estudios vigentes en México— ofrece a las escuelas de Educación Básica una posibilidad de realizar prácticas de impacto comunitario, como huertos escolares o campañas ambientales, que vinculan el aprendizaje con la responsabilidad social.
Como educadoras y educadores nos toca cultivar la propia empatía, y los vínculos con otras personas, con la comunidad y con el planeta: la empatía no se enseña, se contagia.
Redes sociales
Referencias
Vázquez-Salas, R. A., Hubert, C., Portillo-Romero, A. J., Valdez-Santiago, R., Barrientos-Gutiérrez, T., y Villalobos, A. (2023). Sintomatología depresiva en adolescentes y adultos mexicanos: Ensanut 2022. Salud Pública de México, 65(supl 1), S117-S125. https://doi.org/10.21149/14827
García García, E., González Marqués, J., & Maestú Unturbe, F. (2011). Neuronas espejo y teoría de la mente en la explicación de la empatía. Ansiedad y Estrés, *17*(2-3), 265–279. https://docta.ucm.es/rest/api/core/bitstreams/77fa678f-e9f8-460c-bb95-1db3b44ecf62/content
Konrath, S. (in press, 2012) The empathy paradox: Increasing disconnection in the age of increasing connection. En Rocci Luppicini (Ed.) Handbook of Research on Technoself: Identity in a Technological Society, IGI Global. https://scholarworks.indianapolis.iu.edu/server/api/core/bitstreams/7fcfe6d1-f275-4495-84ab-86762d620162/content
*M. Mercedes Del Valle Medina
Integrante de MUxED, licenciada en pedagogía, maestra en administración y políticas públicas, especialidad en pensamiento complejo. Estudiosa y entusiasta de prácticas y tecnologías sociales para la participación. Desde 2010 es directora de investigación y desarrollo educativo en Proeducación, IAP. Fue Consejera en el Consejo Nacional de Participación Social en Educación, de 2016 a 2018, y Consejera Ciudadana de la Comisión Nacional para la Mejora Continua de la Educación, de 2020 a 2023.